Autor: Guillermo Pulecio
“Mi unicornio azul ayer se me perdió,
pastando lo dejé y desapareció,
cualquier información bien la voy a pagar,
las flores que dejó no me han querido hablar”.
MI UNICORNIO AZUL. Silvio Rodríguez, Cuba.
No imaginé que esos ronroneos fueran de despedida, iba hasta el baúl de las toallas que queda al pie de la ventana y regresaba zalamero a sobar su flanco izquierdo contra mi pierna. Lo miraba de reojo porque esa terneza suya me hacía despistar del poema que ya tenía cogido por los cuernos. Como no le hacía caso, posó sus dos manitos sobre mi muslo y me maulló suavemente. Me miraba intensamente con sus ojos azules. Pensé ―este pendejo ni se imagina que le estoy escribiendo un poema― y seguí tecleando como si nada. Al ver que seguía insistiendo lo alcé y le di mi acostumbrado abrazo de oso. Los sostuve un buen rato así hasta que él se cansó y me empujó suavemente para que lo soltara. Lo dejé caer al suelo y se fue directamente para saltar al baúl y luego a la ventana. Se estacionó sobre la alfajía, por un buen rato, mirando hacia los techos vecinos. Estaba quieto, como si fuera una porcelana.
Desde mi mesa de trabajo lo miraba de vez en cuando de reojo. Y seguía ahí.
No sé cuánto tiempo después me levanté para el baño. Pasé cerca a la ventana y se lanzó hacia la reja del patio. Se fue funambuleando sobre las varillas hasta llegar al muro medianero. Le dije ¡Tito, venga! ¡No se vaya!, me miró un instante y saltó al muro del techo de mi vecino; grité de nuevo ¡Tito! ¡Tito!, mientras se perdía en la limahoya de aquel tejado. Me pareció raro que no hubiera hecho caso, pero sabía que el mimado se daba sus libertades viajando a ese mundo desconocido para mí.
Ese domingo le dije a mi hermana: ―Desde temprano Tito se fue y no ha regresado y ella me respondió: –Ojalá que no se vaya a perder como el otro día―, y dejamos las cosas así, sin más comentarios. Esa noche no regresó a la ventana de sus escapadas. Como tampoco madrugó a las seis con su vicio de despertador sin sueldo, a tocarme mis manos o mi cara, o a pasar sus bigotes por mi brazo. Yo ya sabía la causa de esas tiernas caricias. A esa hora debía ponerle agua fresca y un puñado de concentrado. “Interés cuanto valés” –le decía risueñamente mientras le servía.
Me siento extraño. Ya me había acostumbrado ―estos días de encierro― a esa rutina de caricias matutinas. Aprendí pronto que entre un ser humano y un animal se podía entablar una relación productiva. El me obligaba a tener su alimento a tiempo y prestarle algo de atención, mientras él ahuyentaba de mi casa las ratas y los ratones.
Dejé pasar setenta y dos horas y Tito no regresó a casa. Como luego pensaba: ―La policía dice que se deje un tiempo prudencial para reportar un desaparecido―, con esa actitud libertina clasificaba a Tito como humano y no era para tanto. En setenta y dos horas un gato puede morir de sed, gruñí furibundo por mi desidia.
La desesperanza me hizo pensar en buscar ayuda así no pudiera salir de casa. Recordé que desde las épocas del Comité de cuadra para la solidaridad y sobre todo para la seguridad de bienes de sus habitantes, había tomado los teléfonos de casi todos los vecinos. Decidí llamarlos. Todos ellos encerrados como yo. Purgando con miedo y aislamiento una pandemia llamada “Corona Virus”, cuyo alias no he querido aprender porque me suena como a M-19, aquel vermífugo para parásitos, gusanos y malandrines, que se promocionó en medios radiales hace cincuenta años.
Por la ausencia de Tito, rompí el muro de silencio en mi retiro involuntario. La excusa de encontrar al desaparecido me abrió las puertas de la comunicación. Uno a uno llamé a mis vecinos. Conversé con ellos. Sin ofrecer mucho supe de la situación por la cual estaban pasado. Nada de preocuparse entre personas pensionadas y propietarios de negocios proveedores de comestibles y farmacéuticos. La tranquila supervivencia durante un corto tiempo estaba asegurada. Solo deberíamos quedarnos en casa para evitar el contagio. Fácil, pero tan pesado si no buscamos que hacer en esos tiempos baldíos. Algunos, extrañaban el bullicio y la algarabía de las calles con sus bocinazos y trancones. Otros, confesaban estar asustados frente a la quietud, el silencio y la soledad.
Desde hace veinte años con esos queridos vecinos compartíamos muchas actividades de barrio. Recuerdo como florecieron y luego se extinguieron actividades valiosas cívicas, culturales y artísticas del Comité cívico, el San Antonio Puertas Abiertas, la Vaca loca en la esquina de Darnelli en la Noche de las velitas, Los sábados de cine y poesía en la escuela Sardi, las reuniones poéticas de los Ayerones, las calles del arte de las Ochoa, los pesebres comunitarios en la Colina. Y bueno, la acción comunal con sus distintas tendencias políticas. Uf, tanta alegría al compartir una calle y un barrio como propios, como si estos fueran la extensión de nuestros hogares. Hoy, los residentes del barrio más tradicional de Cali, nos sentimos desplazados por la invasión de los comerciantes gastronómicos.
Una vez hecho el preámbulo de amigabilidad pasaba a contarles mi tragedia, noté que unos mostraban interés y se comprometían a devolverme la llamada si sabían algo; otros solo me daban el pésame. La mayoría se permitían darme consejos. Uno trató de mermar mi pena diciendo: ―los gatos suelen irse para aislarse un tiempo de sus amos, él volverá cuando haya realizado su cometido―, pensé ¿cuál cometido? Este consuelo me dejó desconcertado. Mi vecina de al lado que es amante de los animales afirmó que ―él debe haberse caído a un hueco y no ha podido salir de allí―, me preocupó aún más. Otro, le echó directamente la culpa a la pandemia –lo que pasa amigo es que el gato se aburrió de verlo todos los días en la casa y prefirió marcharse–. Me dio una patada en el hígado, porque no creo que exista un ser en la tierra que no se vuelva adicto a la dulzura que emana del amor. No creo que esté huyendo del cariño que le brindamos en casa. Una vecina me aseguró que un vecino o inquilino le había dicho que le parecía haber escuchado la caída de un gato en el solar. Me ilusioné pensando que ya había aparecido. Sentí cierto alivio, aunque no podía salir de casa y mucho menos ir a buscarlo en el solar del vecino. Tal vez podría hacerle pasar comida y agua. La señora me dijo ―voy a comunicarme con él para que me diga si lo ha visto. No más sepa algo le devuelvo la llamada―. Pasaron dos días y nada.
En mi cuadra hay un lote sin habitación para humanos que es el hábitat de murciélagos y lechuzas. Allí han dejado que la vegetación crezca de manera espontánea. A las nueve de la noche una vecina me avisa que vio ñarreando a mi Tito pegado a la reja de ese lugar. Me puse los calzones y una camiseta y corrí a la calle para pegarme también a la reja. Por más que grité su nombre él no respondió; tres gatos famélicos salieron para hacerme saber que allí no había nadie más que ellos y que no siguiera perturbando la tranquilidad de la noche. Mi vecina se presentó minutos después disfrazada como el protocolo manda, una bufanda estilo Pavarotti, un tapa-boca-nariz chantado, unos guantes de caucho, unas dos tallas más grandes, y me dijo: ―¿Ese no es su gato? ―le respondo con otra pregunta mientras ella señalaba un gato gris con pintas blancas: ¿no se acuerda que le dije que mi gato era blanco?, y contraataca ―¿ese no es su gato? ―como queriendo inventarse mi gato o mejor quería, por amistad y solidaridad, hacer aparecer el gato como sacado de la chistera de un mago. Y luego con gran orgullo, pero manteniendo la distancia prudencial me dice: ―Yo todos los días les doy de comer a estos pobrecitos gatos abandonados, –a lo que digo, se ve que la conocen, mire como se arremolinan cerca de la reja. Con ese rescate abortado, cada uno regresó a su casa con más pesadumbre que antes.
Esa noche decidí arreciar mi gestión de búsqueda. Con la última foto de Tito armé un cartel que decía: “SE BUSCA. SE FUE A ANDAR TECHOS DESDE EL DOMINGO CINCO DE ABRIL Y NO REGRESÓ. SE LLAMA TITO. SI LO HAN VISTO POR FAVOR AVÍSENNOS”. Di mi número telefónico y le pedí a nuestro proveedor de la tienda que lo fijara en un sitio visible. Coloqué otro en mi puerta y le di cinco a la farmaceuta que nos provee los medicamentos para que lo distribuyera en las casas vecinas. La cosa a partir de ese momento empeoró y cada timbrazo en el citófono o el teléfono fijo, me hacían pensar que alguien venía con una buena noticia; pero no, tocaba el vendedor de bolsas de basura, la vendedora de límpido o la del veneno para matar cucarachas y otros. Algunos telefonemas resultaban equivocados, otros cobrando la cuota del cementerio o el servicio de tele y comunicaciones del hogar. Nada aliviaba la angustia de imaginar que mi ga-ti-to la estaba pasando mal.
Los días eternos en el aislamiento lo hacen pensar a uno que todo anda muy lento, que nuestra diligencia no genera resultados a la velocidad imaginada. Busqué otro medio ―Whatsapp es la solución― dije mientras buscaba la manera de colocar por este medio el cartel que había impreso el día anterior. Lo envié a mis vecinos esta vez con su foto. No queriendo ahogarme solo en mi pena, le envíe el mismo mensaje a mis amigos y familiares. Y encontré respuestas muy genuinas, mi sobrino de San Sebastián, España me dijo: –Lo vi pasar saltando de techo en techo y ni me miró―, la vecina que me dijo que a lo mejor quien sabe si lo han visto, me respondió: –Voy a enviarle a mi inquilino vecino este mensaje con la foto del gato–. Ahora no solo espero con ansias los timbrazos, sino que entro al Whatsapp tres veces al día para encontrar noticias. Y nadie escribe ni dice algo que mitigue esta tristeza.
Me asaltan mis inseguridades y empiezo a pensar que hubo algo trágico que lo condujo a alejarse de la casa. Mi mente calenturienta decretó que a un gato no se le puede hacer un poema sin que este se sienta ofendido. ―Vaya idea traída de los cabellos―, rezongué, pero, seguía convencido de que tal vez por eso se fue. Como es que termino de escribir el poema “Mi gato Funámbulo” y al instante coge las insondables rutas en los techos. El vacío y la soledad traen premoniciones calamitosas. Me hace creer que mi Tito amoroso ya estaba predestinado para irse.
En las noches largas se aceleran mis alertas, cualquier ruidito me abre a la ilusión de su regreso. Me vuelvo a dormir y sueño que mi Tito nunca se ha ido.