
Autor: Antonio Correa
Magdalena ya no era joven. Tenía tres años, el equivalente a veintiocho de los nuestros. Deambulaba sin ton ni son, sin prisa pero asustada, por los dominios del “Conjunto Campestre Las Margaritas” situado al final de la ruta Manizales―La Rochela―Arauca―Cambía. En su recorrido diario sin rumbo fijo, tal vez pretendía de otros vecinos las caricias que le fueron negadas en la cabaña de donde fue expulsada.
Mucho tiempo anduvo innominada, y era visible su estado de abandono: pelaje sin brillo, tristeza en la mirada y abdomen de golosa. Era evidente que algún día había tenido dueños, pero no cabe duda de que su aparente estado de gravidez produjo en aquellos amos la primera condena de que fue víctima: el desahucio. No era para menos: se trataba de una gatica criolla, pobre, sin posibilidades de aportarle a sus dueños réditos por sus crías. Por lo demás, su andar cansino y su modo de ser sumiso, no vaticinaban demasiadas perspectivas de gozo para buscarle candidatos a la adopción.
De las ochenta y cuatro cabañas existentes, en ninguna le dieron siquiera cobijo transitorio. Nadie se propuso trasladarla a cuarenta y un kilómetros ―y una hora y cuarto después― para que en Manizales algún animalista tuviera la brillante idea, no de acogerla en su hogar ―que no lo hacen― sino de conseguirle uno en donde el remordimiento hiciera presencia.
Desde tiempos inmemoriales se sabe que cuando por cualquier circunstancia de la vida se adquiere la condición de paria, se pierden todos los derechos, los afectos y cuidados. Es un estado en el que no importa la especie a la que se pertenezca, la promiscuidad siempre es un resultado cuando se trata de hacerle frente a la supervivencia. Esas madres, esos padres, esos hijos de la necesidad y del instinto no son bien vistos, ni bienvenidos. Al contrario, sufren el rechazo y el desprecio. Es un asunto de humanos, pero también de gatos.
Así por ejemplo, Quevedo y Villegas sostenía en pleno Siglo de Oro español (1492-1659) que “las putas graves son costosas y las putillas viles afrentosas”. En el siglo XX García Márquez en sus “Putas Tristes” apuntó que “el sexo es el consuelo que uno tiene cuando no le alcanza el amor”. Sin perjuicio, eso sí, de que fuera el poeta Jaime Sabine quien saliera a reivindicar esos desvaríos de la carne, abogando por la canonización de las de su clase ―Bety, Lola, Margot― porque “no exigen ser amadas, respetadas ni atendidas; no obligan a nadie a la despedida, ni a la reconciliación. Porque son la libertad y el equilibrio”. En fin, que hasta el inefable Joaquín Sabina compuso una Canción para La Magdalena, “la del sexo con amor de los casados, que hasta el hijo de un Dios una vez que la vio se fue con ella, y nunca le cobró”.
Fue el lunes 15 de abril de 2019 cuando apareció por primera vez en busca de asilo en los terrenos de la cabaña setenta y tres. Luego de trasgredir la puerta café, de barrotes metálicos verticales de la entrada, con paso lento y cansino empezó a bordear la cerca en declive de limoncillo swinglea, divisorio de la cabaña setenta y dos. Elizabeth y yo la vimos venir desde el corredor externo bajo la sombra del toldillo rojo familiar, en principio sin aprehensiones. No obstante, y sin saber por qué, al advertir su actitud vacilante mi reacción inmediata fue la de lanzarle una piedra a un metro de distancia de su cuerpo para que detuviera su marcha de intrusa. Esa advertencia fue suficiente para que huyera sin tratar de insistir en permanecer en el predio invadido.
Fue al otro día, el martes 16 de abril, cuando estuvo de regreso y en una actitud ahora decidida obvió la cerca natural y se enfiló directo por el pasillo hasta echarse a nuestro lado. Antes había hecho una parada de cinco segundos frente a nosotros, como queriéndonos decir: “si alguno de ustedes está libre de pecado, que me tire la segunda piedra”. Nosotros, que la intuíamos callejera y de conducta delicuescente, desde ese momento la quisimos, la dejamos de juzgar a priori y la llamamos Magdalena.
Cuando la tuvimos cerca pudimos apreciar al instante que su mirada estaba penetrada por la angustia. Una falta de confianza le impedía ejercitar los movimientos rápidos y ágiles propios de los de su especie y una inspección rápida a su sexo nos había confirmado desde un principio que se trataba de una hembra. También su abdomen voluminoso nos proporcionaba indicios de gravidez. A pesar de nuestra ignorancia supina en el tratamiento de esa clase de mascotas, seguimos adelante con la adopción de hecho que la gata parecía suplicarnos, sabiendo a qué a tenernos y queriendo brindarle, si no las comodidades que la dama de la Pommeraye le brindó a la señora y señorita D´Aisnon para alimentar su venganza en contra de su ex marido, el marqués de los Arcis, en la obra de Denis Diderot, Jacques El Fatalista (que usted amable lector puede apreciar en Netflix con el nombre de Lady L), por lo menos sí las comodidades y el afecto que una pareja de individuos maduros y sin hijos en el entorno, podría proporcionarle.
Fue así como Liz y yo resultamos estrenando juntos nuevos sentimientos. Nos apropiamos de la desvalida mirada de Magdalena y emprendimos la cruzada a ciegas por su protección. La verdad era que ya nada de lo de nosotros estaba de moda ―ni las baladas, ni los boleros, ni los tangos― y estando el Once Caldas eliminado y la Copa América aún lejana, encontramos en Magdalena una excusa probable para expresar la ternura reprimida. Al fin y al cabo, es fácil exteriorizar el cariño y deshacerse en mimos que salen del corazón, con un ser que por carecer del habla no puede manifestarse escéptico y es ajeno a la duda.
A los improvisados amos nos preocupaba que mientras iba accediendo a la cama ―que poco a poco fue colonizando con no disimulada aquiescencia― permaneciera impasible cuando de lunes a viernes, a las siete de la noche, veíamos el noticiero de Caracol TV; luego la Semana en Vivo de María Jimena Duzán; posteriormente La Gloria de Lucho y por último El Bronx, sin que ella ni nosotros parpadeáramos. Parecía impenetrable a las frivolidades de sus amos; se avenía a soportar la falta de rigor intelectual de esa pareja que luego no tendría cómo ir en busca del tiempo perdido.
Entonces, a pesar del utilitario afán de llenar un vacío existencial, “Magda”, como también la llamábamos, fue bien recibida en familia. Se le tomaron fotos en el tapete rojo, se dio a conocer en el grupo de whasApp doméstico y en el de algunos conocidos. Hasta Silvana, la prima de 8 años de edad, pudo hacer su mejor foto con mascotas, posando en sus brazos con aquélla para el lente de un celular de gama media cuya resolución fue luego mejorada con los artilugios propios del Iphone 10.
Solo desde la una de la mañana cuando se apagaba la luz de la alcoba, sus adoptantes se desentendían por tres horas más de los quehaceres de Magdalena. Porque era a las cuatro de la madrugada cuando nos empezaba a anunciar con la cola que era hora de abrirle la puerta para que emprendiera un nuevo viaje a lo desconocido. Coincidía con que a esa hora del amanecer el aprendiz de amo aprovechaba para levantarse y aligerar las urgencias a que lo compelía su próstata en crecimiento. Por eso nunca le molestaron los desplazamientos en la cama que previamente hacía Magdalena para acabarlo de despertar. Se volvieron movimientos sincrónicos entre cercanos. Empero, nunca supimos adónde, ni a qué iba; qué buscaba, qué satisfacciones encontraba y se procuraba con salir a esa hora. Pero eso no nos atormentaba porque era su decisión y la queríamos libre, como había llegado.
Ya dijimos que su advenimiento se produjo durante la Semana de Pasión y nos faltaba entonces el calvario. Este sobrevino a la semana siguiente cuando de un momento a otro resultamos acogiendo, prima facie, la idea generalizada de que a las mascotas ―sobre todo a las que adolecen de pedigre― había que operarlas para que no se reprodujeran. Sin tener un conocimiento profundo de las consecuencias de esa decisión, nos adherimos a esa idea. Fue así como por consejos de personas no calificadas que están al acecho para pontificar sobre lo que ignoran, le confiamos a una brigada ambulante de la Clínica San Francisco de Asís de Villamaría, que ejercía funciones veterinarias transitorias en el Cuerpo de Bomberos del Corregimiento de Arauca, la delicada misión de esterilizar a la minina. Haciendo honor a su nombre y en aplicación de los votos de pobreza que predica esa Orden, procedieron sin exámenes previos; sin suficientes herramientas medico veterinarias; sin ningún apego por la asepsia, ni mayores cuidados posoperatorios, a intervenirla quirúrgicamente. Y ahí empezaron las quince estaciones de “Magda”, sin la última ―que aún anhelamos― que era la de su resurrección.
Oscar Wilde decía que las peores cosas de la vida se hacían con las mejores intenciones. Nosotros, que queríamos ver sano ese esbelto cuerpo negro azabache de 35 centímetros de alzada y cuatro kilogramos de peso, restablecido en todo su desparpajo genético, fuimos testigos de cómo la herida de la cirugía no cicatrizaba de forma natural en los tres días pronosticados. Los tormentos de Magdalena con un collar isabelino parecían no tener fin. Los medicamentos recetados por el veterinario Francisco Javier Agudelo en la Clínica Corazón Animal, no cumplían su cometido. Y las noches para todos nosotros se volvieron insufribles. Liz no encontraba qué hacer distinto a investigar en internet sobre la sintomatología que experimentaba la gatica, todo ello sin que diera con una razón plausible que nos aliviara el padecimiento. Las tareas profesionales de Elizabeth le impidieron estar en las mañanas al pie de la enferma y por esa razón delegó en su hermano las gestiones para tratar de ayudar a encontrar la cura por la que hacíamos votos. Y volvimos a la clínica llevando de regreso en el guacal a la acongojada Magdalena.
Luego de que el Dr. Javier Agudelo nos explicara en qué consistía la prueba Vilef (virus de la leucemia felina) y la de VHI (Virus de inmunodeficiencia felina) ―que nos debieron sugerir y debimos hacer, antes de cualquier procedimiento invasivo en su cuerpo―, aceptamos su práctica en ese lugar óptimo para llevar a cabo esa clase de procedimientos. Estábamos a cinco minutos de saber la verdad y Magdalena se jugaba la vida frente a una reacción química en el laboratorio.
Pudo ser el poliamor felino en su incierta trayectoria vital. Quizás algunos lamidos contaminados en un lugar impropio o tal vez el efecto de un cruento enfrentamiento callejero en su lucha por la supervivencia. Pero Magdalena requería una nueva operación para corregir la erróneamente realizada por los discípulos de San Francisco, y el dictamen perentorio de la ciencia fue contundente y desaconsejaba el nuevo procedimiento: ¡Magdalena padecía leucemia felina y las posibilidades de prolongar su vida feliz estaban asaz disminuidas! Mirando la pared derecha disimulé unas lágrimas; el cuñado se resistía a creer, y Liz lo ignoraba. Había que decidir en ese instante con el conocimiento informado. Un conocimiento que nos llegó cuando ya no se usaba, recordándonos el verso memorable de Julio Flores: “Todo nos llega tarde… ¡hasta la muerte!”.
También rememoramos en ese instante la Sentencia C-239 de 1997 de la Corte Constitucional que consagra para los humanos la práctica de causar la muerte sin sufrimiento físico, despenalizándola. Por eso, y como quiera que a esas creaturas las hemos humanizado haciendo extensivos el trato que le debemos a nuestros congéneres, suscribí sin remordimientos y sin mirarla a los ojos la fatídica acta que la condenaba a muerte con una inyección letal de efectos inmediatos. La angustia que produjo en Elizabeth este desenlace, es otra historia. Y la verdad es que la impericia y la torpeza con que actuamos en esta adopción frustrada, es injustificable.
Por eso, ¡perdónanos, Magdalena!