Voces de Chernóbil

15 octubre, 2020 Sibila1780 0 Comments

Voces de Chernóbil, de Svetlana Alexievich

Por: Luz Katherine 

26 de abril de 1986. Explota el reactor del edificio del cuarto bloque energético de la Central Eléctrica Atómica de Chernóbil (CEA), ubicada cerca de la frontera bielorrusa, en lo que se conoce como la Antigua Unión Soviética. No se trató de una conspiración que el Estado hubiera tramado a escondidas del pueblo, sino parte de un programa para industrializar toda la Unión Soviética, llevando electricidad a bajo costo a sus zonas agrícolas; el plan incluía construir numerosas centrales atómicas en la extensión del vasto territorio, algunas de las cuales se llevaron a término y funcionan actualmente. Svetlana Alexievich, la periodista y escritora bielorrusa, ganadora del Premio Nobel de Literatura en 2015; después de hacer una exhaustiva investigación, logra trasladar a esta gran crónica, que es “Voces de Chernóbil”, los testimonios de más de quinientas personas que se vieron afectadas con la tragedia; habitantes de la aldea de Prípiat y regiones aledañas como Gómel y Moquiliov, entre otras, las familias de los bomberos que fueron los primeros en atender la catástrofe y subieron al techo del reactor para limpiar los escombros del material radiactivo, los liquidadores, con la misión de evacuar a la población y ejecutar el infame exterminio de los animales “contaminados por la radiación”, científicos, viudas, maestros, ancianos, niños, etc.

Este libro se publicó en 1997 y desde entonces, ha recibido numerosos reconocimientos como el Premio Nacional del Círculo de Críticos de Estados Unidos en el 2006; además de marcar un hito en la historia del periodismo mundial.

Su lectura fue ardua y dolorosa, reconozco que pocos libros me han dejado un sabor tan amargo; es fácil saturarse con los horrores que narra desde las voces de sus propios protagonistas; en la primera parte, las páginas avanzan mientras se va formando un nudo en la garganta, que muchas veces, se resuelve en lágrimas y después ocurre algo extraño: el llanto se seca y da lugar al silencio, un silencio hondo, hondo, como un abismo que llega y se instala en el pecho. No hay palabras. Supongo que es un silencio remotamente similar al que evocan los personajes del libro, ante una experiencia desconocida que los sobrepasa, que los abruma, se quedan sin palabras para expresar su desconcierto ante el horror que implica tener que huir de un enemigo invisible, que destruyó sus vidas tal y como las conocían, en un instante.

Los habitantes de Chernóbil fueron desalojados días después de la catástrofe para ser llevados a refugios, las autoridades les dijeron que sólo consistía en una evacuación preventiva que duraría tres días, que tomaran a su familia y se subieran a los autobuses apenas con  la ropa que llevaban puesta, dejando atrás sus casas con todos sus enseres, terrenos, cosechas y animales de granja y domésticos… para siempre. Luego siguió el trabajo sucio de los liquidadores. En esta población hay tres cementerios; el de los ciudadanos, el de las casas y las fosas donde enterraron a los perros, gatos, caballos y demás animales que masacraron de la forma más vil e inhumana. Muchas personas intentaron regresar y retomar su antigua vida, pero fueron expulsadas de manera violenta; sin embargo, unos pocos irrumpieron clandestinamente y al ser descubiertos, se negaron a irse. Aún hoy la zona de exclusión es testimonio del éxodo que vivió una comunidad, que fue arrancada de sus raíces, porque no se trató de desplazar a un grupo de personas a otra ciudad o aldea, sino de un desarraigo, de la abolición de una cultura que ve desfigurada su identidad. En Colombia, vemos un drama similar con el desplazamiento forzado de miles de campesinos a causa de la violencia, que migran a las capitales a llevar una vida de indigencia, o para sufrir otros tipos de vejámenes.

El aire fluye con liviandad y trae la frescura de la brisa, inconmensurables prados que brillan al sol, con el verdor de la hierba joven, huertos que se cubren de flores, bosques llenos de riachuelos de agua transparente, animales silvestres, lobos, alces y zorros vagan libre y plácidamente, por las ruinas de las casas abandonadas. De fondo, el canto de los pájaros. Esta bien podría ser la descripción del paraíso terrenal; por esta razón, la gran cuestión tanto para los habitantes de la época como para los turistas actuales sigue siendo: ¿y dónde está la amenaza? Un bosque encantado, en el que cada fruto esconde el germen invisible de la muerte, y como en la escenificación de un mito, un lugar idílico dotado de una belleza avasallante, termina revelando una monstruosa fatalidad. Un cuento de hadas moderno con un giro satírico, Blancanieves en vez de caer en un sueño profundo, termina aislada en la unidad oncológica, al morder una manzana radiactiva.  

Han pasado treinta y cuatro años, y todavía está vigente la misma pregunta: ¿Chernóbil es testimonio del pasado o advertencia del futuro?

“El uranio se desintegra en doscientos treinta y ocho semidesintegraciones, si lo traducimos en el tiempo, significa mil millones de años. Y  en el caso del torio, son catorce mil millones de años. Cincuenta, cien, doscientos años, pero más allá de esta cifra mi mente no puede imaginar. Dejé de comprender qué es el tiempo”. Este es uno de los reveladores testimonios que recoge el libro y a continuación iré parafraseando.

“Nos preparábamos para una guerra, para una guerra atómica, construíamos refugios atómicos. Nos queríamos proteger del átomo como si fuera la metralla de un proyectil. Pero está por todas partes… en el pan, en la sal, respiramos, comemos radiación”.

Se enaltece mucho la labor que cumplieron los héroes de Chernóbil, incluso sacrificando sus vidas para intentar contener el desastre, pero realmente en ¿qué consistió esa heroicidad si muchos de ellos ignoraban el verdadero riesgo que corrían?, y además, este tema es imposible desvincularlo de la ideología comunista y el dogma Leninista que se les inculcaba, a sangre y fuego, al pueblo ruso desde su más tierna infancia. Mientras todos cantábamos en el jardín de párvulos rondas como “Los pollitos dicen pío, pío, pío, cuando tienen hambre, cuando tienen frío”; los niños soviéticos entonaban consignas marxistas de los líderes patriotas, inmortalizados en los retratos con que estaba decorada su aula de clases, y aprendían a leer y a escribir en cartillas que preconizaban a Occidente como el gran enemigo a combatir y a EE.UU como el símbolo por excelencia de la cultura decadente. En cuanto al pueblo ruso se refiere, no se puede hablar de ciudadanos con libre albedrío para tomar decisiones con madurez y criterio, sino de masas guiadas por el fervor de un fanatismo ciego, si no hay libertad de pensamiento y expresión tampoco hay individuos, sino peones del sistema, soldados para la guerra, que crecen siendo objeto de un tenaz adoctrinamiento, para que llegada la feliz ocasión, puedan sacrificarse para cumplir con un ideal patriótico. El libro Voces de Chernóbil está plagado de ejemplos de esta clase de heroicidad. Podemos verlo en el los testimonios de sus protagonistas: “Pensar en el dinero era de burgueses, preocuparte por tu propia vida, no patriótico. El estado normal era el hambre”. “Mi diagnóstico es… ¿quiere oírlo? Una mezcla de prisión y jardín de infancia: esto es el socialismo soviético. El hombre le entregaba al Estado el alma, la conciencia, el corazón y a cambio, recibía una ración. La ración de Chernóbil”. En Colombia vemos un tipo de aleccionamiento similar en los campamentos, con niños reclutados por grupos guerrilleros y paramilitares, que son adiestrados para la guerra.

Hasta 1986 los únicos referentes que tenía el mundo sobre explosiones nucleares, eran las bombas atómicas, que EE.UU bajo el gobierno del presidente Harry S. Truman dio orden de lanzar sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, en 1945. Dando como resultado más de cien mil muertos, entre soldados y civiles, sólo el día del ataque. Las muertes que se produjeron como efecto de la radiación, que derivó entre otras secuelas, en la aparición de trescientos cuarenta tipos de cáncer, son incontables. Antes de Chernóbil, Rusia creyó que el uranio y el plutonio eran fuentes confiables de energía, seguras para su uso y económicas. “Hasta entonces el átomo para la paz era tan inocuo como una bombilla eléctrica”.

Chernóbil trascendió el hecho histórico —el accidente ocurrido en una pequeña aldea ubicada al norte de Ucrania— para convertirse en una fábula trágica sobre lo caprichoso que puede ser el poder, y así nos deja inmensas reflexiones; una de ellas, es entender finalmente que la ilusión del control es una de las mayores trampas, y que el ser humano, a pesar de haber avanzado en el uso de la ciencia y la tecnología, no es más que un niño jugando con un arma con la que se puede volar los sesos. En el engranaje de la vida no hay ningún elemento aislado, esta se regula mediante un equilibrio muy sutil, y si uno de esos eslabones falla, toda la cadena vital se altera como un efecto dominó a escala global. “Con Chernóbil, el hombre ha alzado su mano contra todo, ha atentado contra la creación divina, en la que además del hombre, viven miles, millones de otros seres, animales y plantas. Es una catástrofe de la conciencia. El mundo de nuestras convicciones y valores ha saltado por los aires”. ¿Por qué es tan difícil para los humanos comprender que somos parte de un ecosistema y la destrucción de ese equilibrio implica también nuestra propia aniquilación? Svetlana Alexievich nos advierte con el epígrafe de su relato: Crónica del futuro, de la necesidad urgente de un cambio de mentalidad en el que lo primordial no sea salvaguardar los principios mezquinos del capitalismo, sino la protección de la vida y la convivencia respetuosa de todos los seres que habitan este planeta.

En la actual pandemia, vemos que los mecanismos de la guerra evolucionan hacia formas más sofisticadas y letales, como las llamadas “armas biológicas”; no existen fuentes ciento por ciento confiables, —al menos, no se han dado a conocer a la opinión pública— que puedan asegurar que el virus Covid-19, haya sido creado en un laboratorio de Wuhan, China, o en cualquier parte del mundo. Lo cierto es que el Coronavirus cambió la dinámica en que vivimos; así como en Chernóbil, estamos expuestos a una amenaza que no podemos ver, y nos hace temer el contacto con todo lo que nos rodea y la interacción con otras personas. La historia se repite hasta que haya un aprendizaje.

La esperanza que nos queda reside en la capacidad “casi” infinita del medio ambiente —que nos empeñado en intoxicar, contaminar, depredar, explotar y azotar—, para regenerarse y devolver la vida a su cauce original. “La naturaleza trabaja, se autodepura, nos ayuda. Se comporta con más sensatez que el hombre. La naturaleza aspira a recuperar el equilibrio primitivo, ella sí aspira a la eternidad”. 

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